viernes, 13 de agosto de 2010

Anillo cubista


No hay caso. Por más que intente recrear, al modelar con mis propias manos, la intención de los movimientos que esa Lola Mora dejó en mi cuerpo, nada es lo mismo. No soy buena para las copias apócrifas y, como todos -salvo los falsificadores-, prefiero los originales.
Recuerdo aquel anillo cubista en su dedo meñique y eso me retrotrae a las horas en que me quedé, absorta, contemplando ese cuadro. Meditando y observando. Ella fue, por unos instantes, mi Señorita de Avignon. Pude ver, al mismo tiempo, todos sus ángulos desnudos, sus convexidades y concavidades externas e internas.
Pero el tiempo corrió y ya nada queda de ese Picasso. Y mi recuerdo devino un Mondrian. Plano y con exactos colores primarios, blancos y negros. Todo se ha vuelto pura abstracción. Líneas rectas que representan lo que se debe seguir, lo que se debe hacer. Lo que se debe aceptar, sobre todo.
Y mi cerebro se ha vuelto un Escher. Blanco y negro, simetrías sin sentido, torres imponentes que de lo único que hablan es de silencios. Y escaleras que descienden y ascienden a la vez, sin objetivo alguno.

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