lunes, 13 de julio de 2015

Las hormigas


XXI: La mujer

Me acuerdo de la vez en que la maestra de segundo grado nos pidió que lleváramos algún insecto para examinar en el laboratorio del colegio. Mi mamá me había ayudado a juntar hormigas en un frasco, al que le había agujereado la tapa “para que pudieran respirar”. Pobres hormigas, pensé, ese frasco debe ser peor que una cárcel. Imagínense una cárcel de vidrio irrompible, en la que el preso pudiera ver constantemente lo que pasa allá afuera, con envidia e impotencia, sabiendo que no puede salir. Creo que esa sería la peor tortura, refregarte frente a los ojos lo que te estás perdiendo.  

El día en que llevamos el frasco al colegio, cada uno, con su guardapolvo blanco impoluto, se sentía un científico en su laboratorio, a punto de exhibir frente a todos el descubrimiento que lo llevaría a ganar la estatuilla del Nobel. Cuando vi lo que habían llevado los demás me desanimé: tarántulas, escarabajos y saltamontes eran bichos imponentes, con mucha presencia al lado de mis tontas y pequeñas hormigas. “La mía es la más grande”, dijo Mateo, que había traído una tarántula de patas peludas y ojos brillantes como mostacillas negras. “Pero mi escarabajo tiene ese gancho que, si te agarra, te destroza”, dijo El Colo.  “Bueno, pero mi saltamontes… si lo ataca tu escarabajo, puede pegar unos saltos así de altos”, dijo Ayelén, mientras señalaba el techo del laboratorio. Y mis hormigas, pensé, ¿qué pueden hacer? “Mis hormigas son tan chiquitas que, si cualquiera de sus bichos las quisieran lastimar, no las podrían ni ver”, arriesgué. Todos lanzaron una carcajada y yo me puse de color rojo, como la vaquita de San Antonio que había traído Juliana.  

“Shhhh. ¡Silencio! Chicos, ¿qué anda pasando?”, puso orden la seño Marcia, y Alejo le dijo que todos se reían de mí porque había traído hormigas, los bichos más comunes e indefensos. “Mmm, yo no estaría tan segura”, le dijo la señorita, bajando un poco la cabeza y mirándolo por encima de sus anteojos de marco grueso. “Las hormigas colonizaron casi todo el planeta Tierra: hay muy pocos lugares en los que no se han encontrado hormigas. Uno de ellos es… –y se acercó al globo terráqueo que estaba sobre su escritorio, apuntando con un dedo lleno de tiza- …la Antártida. Pero, si vamos al caso, en la Antártida tampoco viven seres humanos, ¿no? Sólo algunos científicos”.

Luz levantó la mano para hablar: “¿Pero qué tienen de bueno las hormigas?”. Marcia sonrió y le respondió con otra pregunta: “¿Sabían que las hormigas se parecen mucho a los seres humanos? Viven en sociedades donde cada una tiene un trabajo específico y… -se quedó pensativa por unos segundos- su organización social es un matriarcado, que significa que la que tiene el mando es la madre, la hormiga reina, que es la única hembra que puede tener hijos”, finalizó la seño Marcia.
Los chicos que se habían reído de mí se quedaron callados –incluso algunos me pidieron que les prestara mi frasco en el recreo- y yo me puse muy contenta de haber llevado mis hormigas. Yo quería, como ellas, vivir en un matriarcado: un lugar en el que, en vez de los papás, las mamás fueran las que tuvieran el control.


LXXXIV: La Iglesia

Pasaron dos años, estaba en cuarto grado y el recuerdo más vívido que tengo es el de Patricia, la monja que me denunció frente a la directora. Nos había encontrado a una amiga y a mí dibujando mujeres desnudas que orinaban paradas en unos recipientes. La monja se horrorizó, nos sacó las hojas de papel y nos mandó a la Dirección. En mi cuaderno de comunicaciones escribió: “Estimada mami: Su hija fue encontrada dibujando obscenidades en el recreo. Por favor, controle el comportamiento de su hija. Si esto se repite en otra oportunidad, tendremos que evaluar su expulsión”.


Yo no entendía nada. ¿Qué había de malo en el cuerpo de una mujer? ¿Esa señora nunca se había mirado en el espejo antes de meterse en la ducha?   Años más tarde lo entendí: lo que realmente le molestaba a Patricia no era la desnudez de esas mujeres, sino el hecho de que orinaban paradas, como hombres. Lo que, por supuesto, iba en contra de las leyes de la naturaleza. De la suya.

XVIII: La sangre

Era invierno y la casa estaba en calma. Tenía 14 años y la noche anterior me había venido por primera vez. Mi mamá me trajo un paquete de toallitas y me dijo: “Ya sos toda una señorita”. Pensé que ser señorita no podía significar nada más que te chorree sangre de la entrepierna. ¡Ja! Toda una contradicción: tu sexo apesta y chorrea sangre y sos toda una señorita.

Había querido que llegara ese día desde que sabía que existía la menstruación. Si el primer paso biológico de la conversión de una nena en una mujer era ese, quería que llegara ya. Si el primer paso de mi “emancipación” sería ese, debía llegar lo antes posible. Siempre me sentí distinta de las chicas de mi edad. Ellas se sentían cómodas en el papel de adolescentes, babeándose por los actores de la novela de las seis de la tarde, leyendo la Para Teens para saber qué se usaría la próxima temporada y saliendo a bailar a la matiné para competir por quién besaba a más desconocidos. Yo, en cambio, no miraba ninguna de las novelas de la tele, creía que la ropa era sólo un trapo que te tapaba el cuerpo, y sentía que besar a un desconocido era una de las cosas más asquerosas que podía existir en el planeta, después, quizás, de limpiar baños públicos o maquillar gente muerta.

Era invierno, la casa estaba en calma, hasta que llegó papá. Mi mamá, mis hermanos y yo esperábamos hambrientos alrededor de la mesa. Mi papá entró gritando, quejándose sobre el tráfico de esta ciudad y preguntando qué había para comer. A todos se nos fue el hambre de repente. Mi mamá, sumisa, le dijo en voz baja que no había tenido mucho tiempo, y que había preparado un salpicón de pollo. Él golpeó la mesa y le dijo: “¿A vos te parece que viniendo de laburar todo el día y con este frío, me esperes con esta comida de mierda? Estás acá en casa, al pedo todo el día, diciendo que ser ama de casa es un “trabajo”… ¡y lo único que tenés que hacer, lo hacés para la mierda! ¿Qué sabés vos de laburar? A ver, vos –se refería a mí-, pásame un poco de pan que estoy cagado de hambre”. Resopló y comió en silencio, chasqueando la lengua de vez en cuando y barriendo las migas que estaban sobre su labio inferior  con su sucio bigote con forma de escobillón.

Cuando pasaban este tipo de cosas, nadie se atrevía ni a pedir la sal. La cena transcurría en un profundo e insoportable silencio. Era, para nosotros, una película dramática muda, pero aggiornada: en color y alta definición.

I: El agua

A los 21 años, la conocí. Perdón, las conocí: a Dana y a la Alegría. Vinieron juntitas de la mano, en el mismo paquete, sonriendo y bajando de un micro. Cuando me saludó, esa era la primera vez que la veía en persona, que la podía oler, que la podía tocar, que la podía sentir. Amores a la distancia en la era MSN Messenger: los sentidos se anulaban y la imaginación llenaba esos cinco huequitos vacíos.

La plata del pasaje no la había hecho ninguna de las dos con el sudor de su frente. Fueron, más bien, unas gotas de azar, o unas gotas de destino. Elegir una de las dos opciones depende de cómo veas la vida: si sos una persona escéptica, vas a elegir la primera. Si sos fantasiosa, la segunda. No importa realmente si fue la suerte o ya estaba escrito, la cuestión es que ella me pidió: “Elegí un número. Si sale en la Quiniela, este fin de semana viajo para conocerte en persona”. Nunca en mi vida había ganado nada de nada gracias a un juego de azar, así que le dije, escéptica, que elegía el 01 y el sorteo matutino. El 01 significa el agua y, curiosamente, 400 kilómetros de ruta bordeada por agua salada nos separaban.

Eran las 14:30 del día siguiente y Dana estaba frente al televisor junto a su timbera abuela, esperando los resultados. “Abuela, le jugué al 01, ¿saldrá?”. Ella le respondió que no, que le tendría que haber jugado al 09 porque ese día se cumplía aniversario de muerte de un tío de ella, que había nacido el 9 de septiembre. Los números empezaron a salir sorteados, hasta que, de repente, la voz de la locutora anunció: “Cuatro mil ochocientos uno, ubicación… uno”. Ella saltó de la silla, gritando, y su abuela la abrazó y le dijo: “¡Te dije que saldría el 01!”.    

Con esa guita, se compró un pasaje a Buenos Aires y nos conocimos en persona. Ella me dijo que creía en el destino, que todo había sido una señal. Yo le dije que no existía el destino, pero sí el tino: la habilidad y destreza para dar en el blanco.

Fuimos a un hotel barato a pasar la noche y le toqué, con mi guitarra, el tema que había compuesto para ella.





Me miró, me pidió que me acostara en la cama y, cuando nos encontramos cara a cara, hicimos lo que ya tantas veces habíamos vivido con la imaginación. Dana y Alegría estaban conmigo haciendo una orgía en la cama, era sábado a la noche y afuera se escuchaba la lluvia de abril golpear la ventana.

Al día siguiente, ella se tomó el tren para volver a su ciudad, Mar del Plata, sin antes decirme: “Me vengo a vivir”. Sentí un hormigueo en el estómago y, de repente, oí que el cristal de la cárcel se quebraba en ese instante. Ese día comenzaríamos a construir nuestro propio hormiguero.