XXI: La mujer
Me
acuerdo de la vez en que la maestra de segundo grado nos pidió que lleváramos
algún insecto para examinar en el laboratorio del colegio. Mi mamá me había
ayudado a juntar hormigas en un frasco, al que le había agujereado la tapa
“para que pudieran respirar”. Pobres hormigas, pensé, ese frasco debe ser peor
que una cárcel. Imagínense una cárcel de vidrio irrompible, en la que el preso
pudiera ver constantemente lo que pasa allá afuera, con envidia e impotencia,
sabiendo que no puede salir. Creo que esa sería la peor tortura, refregarte
frente a los ojos lo que te estás perdiendo.
El
día en que llevamos el frasco al colegio, cada uno, con su guardapolvo blanco impoluto,
se sentía un científico en su laboratorio, a punto de exhibir frente a todos el
descubrimiento que lo llevaría a ganar la estatuilla del Nobel. Cuando vi lo
que habían llevado los demás me desanimé: tarántulas, escarabajos y saltamontes
eran bichos imponentes, con mucha presencia al lado de mis tontas y pequeñas
hormigas. “La mía es la más grande”, dijo Mateo, que había traído una tarántula
de patas peludas y ojos brillantes como mostacillas negras. “Pero mi escarabajo
tiene ese gancho que, si te agarra, te destroza”, dijo El Colo. “Bueno, pero mi saltamontes… si lo ataca tu
escarabajo, puede pegar unos saltos así de altos”, dijo Ayelén, mientras señalaba
el techo del laboratorio. Y mis hormigas, pensé, ¿qué pueden hacer? “Mis
hormigas son tan chiquitas que, si cualquiera de sus bichos las quisieran
lastimar, no las podrían ni ver”, arriesgué. Todos lanzaron una carcajada y yo
me puse de color rojo, como la vaquita de San Antonio que había traído Juliana.
“Shhhh.
¡Silencio! Chicos, ¿qué anda pasando?”, puso orden la seño Marcia, y Alejo le
dijo que todos se reían de mí porque había traído hormigas, los bichos más
comunes e indefensos. “Mmm, yo no estaría tan segura”, le dijo la señorita,
bajando un poco la cabeza y mirándolo por encima de sus anteojos de marco
grueso. “Las hormigas colonizaron casi todo el planeta Tierra: hay muy pocos
lugares en los que no se han encontrado hormigas. Uno de ellos es… –y se acercó
al globo terráqueo que estaba sobre su escritorio, apuntando con un dedo lleno
de tiza- …la Antártida. Pero, si vamos al caso, en la Antártida tampoco viven
seres humanos, ¿no? Sólo algunos científicos”.
Luz
levantó la mano para hablar: “¿Pero qué tienen de bueno las hormigas?”. Marcia
sonrió y le respondió con otra pregunta: “¿Sabían que las hormigas se parecen
mucho a los seres humanos? Viven en sociedades donde cada una tiene un trabajo específico
y… -se quedó pensativa por unos segundos- su organización social es un
matriarcado, que significa que la que tiene el mando es la madre, la hormiga
reina, que es la única hembra que puede tener hijos”, finalizó la seño Marcia.
Los
chicos que se habían reído de mí se quedaron callados –incluso algunos me
pidieron que les prestara mi frasco en el recreo- y yo me puse muy contenta de
haber llevado mis hormigas. Yo quería, como ellas, vivir en un matriarcado: un
lugar en el que, en vez de los papás, las mamás fueran las que tuvieran el
control.
LXXXIV: La Iglesia
Pasaron
dos años, estaba en cuarto grado y el recuerdo más vívido que tengo es el de
Patricia, la monja que me denunció frente a la directora. Nos había encontrado
a una amiga y a mí dibujando mujeres
desnudas que orinaban paradas en unos recipientes. La monja se horrorizó, nos sacó las hojas de papel y nos mandó a la Dirección. En mi cuaderno de comunicaciones escribió: “Estimada mami: Su hija fue encontrada dibujando obscenidades en el recreo. Por favor, controle el comportamiento de su hija. Si esto se repite en otra oportunidad, tendremos que evaluar su expulsión”.
Yo
no entendía nada. ¿Qué había de malo en el cuerpo de una mujer? ¿Esa señora nunca
se había mirado en el espejo antes de meterse en la ducha? Años
más tarde lo entendí: lo que realmente le molestaba a Patricia no era la
desnudez de esas mujeres, sino el hecho de que orinaban paradas, como hombres. Lo
que, por supuesto, iba en contra de las leyes de la naturaleza. De la suya.
XVIII: La sangre
Era
invierno y la casa estaba en calma. Tenía 14 años y la noche anterior me había
venido por primera vez. Mi mamá me trajo un paquete de toallitas y me dijo: “Ya
sos toda una señorita”. Pensé que ser señorita no podía significar nada más que
te chorree sangre de la entrepierna. ¡Ja! Toda una contradicción: tu sexo
apesta y chorrea sangre y sos toda una señorita.
Había
querido que llegara ese día desde que sabía que existía la menstruación. Si el
primer paso biológico de la conversión de una nena en una mujer era ese, quería
que llegara ya. Si el primer paso de mi “emancipación” sería ese, debía llegar
lo antes posible. Siempre me sentí distinta de las chicas de mi edad. Ellas se sentían
cómodas en el papel de adolescentes, babeándose por los actores de la novela de
las seis de la tarde, leyendo la Para Teens para saber qué se usaría la próxima
temporada y saliendo a bailar a la matiné para competir por quién besaba a más
desconocidos. Yo, en cambio, no miraba ninguna de las novelas de la tele, creía
que la ropa era sólo un trapo que te tapaba el cuerpo, y sentía que besar a un
desconocido era una de las cosas más asquerosas que podía existir en el
planeta, después, quizás, de limpiar baños públicos o maquillar gente muerta.
Era
invierno, la casa estaba en calma, hasta que llegó papá. Mi mamá, mis hermanos
y yo esperábamos hambrientos alrededor de la mesa. Mi papá entró gritando,
quejándose sobre el tráfico de esta ciudad y preguntando qué había para comer.
A todos se nos fue el hambre de repente. Mi mamá, sumisa, le dijo en voz baja
que no había tenido mucho tiempo, y que había preparado un salpicón de pollo.
Él golpeó la mesa y le dijo: “¿A vos te parece que viniendo de laburar todo el
día y con este frío, me esperes con esta comida de mierda? Estás acá en casa,
al pedo todo el día, diciendo que ser ama de casa es un “trabajo”… ¡y lo único
que tenés que hacer, lo hacés para la mierda! ¿Qué sabés vos de laburar? A ver,
vos –se refería a mí-, pásame un poco de pan que estoy cagado de hambre”.
Resopló y comió en silencio, chasqueando la lengua de vez en cuando y barriendo
las migas que estaban sobre su labio inferior
con su sucio bigote con forma de escobillón.
Cuando
pasaban este tipo de cosas, nadie se atrevía ni a pedir la sal. La cena
transcurría en un profundo e insoportable silencio. Era, para nosotros, una
película dramática muda, pero aggiornada: en color y alta definición.
I: El agua
A
los 21 años, la conocí. Perdón, las conocí: a Dana y a la Alegría. Vinieron
juntitas de la mano, en el mismo paquete, sonriendo y bajando de un micro.
Cuando me saludó, esa era la primera vez que la veía en persona, que la podía
oler, que la podía tocar, que la podía sentir. Amores a la distancia en la era
MSN Messenger: los sentidos se anulaban y la imaginación llenaba esos cinco
huequitos vacíos.
La
plata del pasaje no la había hecho ninguna de las dos con el sudor de su
frente. Fueron, más bien, unas gotas de azar, o unas gotas de destino. Elegir
una de las dos opciones depende de cómo veas la vida: si sos una persona
escéptica, vas a elegir la primera. Si sos fantasiosa, la segunda. No importa
realmente si fue la suerte o ya estaba escrito, la cuestión es que ella me pidió:
“Elegí un número. Si sale en la Quiniela, este fin de semana viajo para
conocerte en persona”. Nunca en mi vida había ganado nada de nada gracias a un
juego de azar, así que le dije, escéptica, que elegía el 01 y el sorteo
matutino. El 01 significa el agua y, curiosamente, 400 kilómetros de ruta bordeada
por agua salada nos separaban.
Eran
las 14:30 del día siguiente y Dana estaba frente al televisor junto a su
timbera abuela, esperando los resultados. “Abuela, le jugué al 01, ¿saldrá?”.
Ella le respondió que no, que le tendría que haber jugado al 09 porque ese día
se cumplía aniversario de muerte de un tío de ella, que había nacido el 9 de
septiembre. Los números empezaron a salir sorteados, hasta que, de repente, la
voz de la locutora anunció: “Cuatro mil ochocientos uno, ubicación… uno”. Ella
saltó de la silla, gritando, y su abuela la abrazó y le dijo: “¡Te dije que
saldría el 01!”.
Con
esa guita, se compró un pasaje a Buenos Aires y nos conocimos en persona. Ella
me dijo que creía en el destino, que
todo había sido una señal. Yo le dije que no existía el destino, pero sí el tino: la habilidad y destreza para dar
en el blanco.
Fuimos
a un hotel barato a pasar la noche y le toqué, con mi guitarra, el tema que había compuesto para ella.
Me
miró, me pidió que me acostara en la cama y, cuando nos encontramos cara a
cara, hicimos lo que ya tantas veces habíamos vivido con la imaginación. Dana y
Alegría estaban conmigo haciendo una orgía en la cama, era sábado a la noche y
afuera se escuchaba la lluvia de abril golpear la ventana.
Al
día siguiente, ella se tomó el tren para volver a su ciudad, Mar del Plata, sin antes decirme:
“Me vengo a vivir”. Sentí un hormigueo en el estómago y, de repente, oí que el cristal de la cárcel se quebraba en ese instante. Ese día
comenzaríamos a construir nuestro propio hormiguero.