lunes, 13 de julio de 2015

Las hormigas


XXI: La mujer

Me acuerdo de la vez en que la maestra de segundo grado nos pidió que lleváramos algún insecto para examinar en el laboratorio del colegio. Mi mamá me había ayudado a juntar hormigas en un frasco, al que le había agujereado la tapa “para que pudieran respirar”. Pobres hormigas, pensé, ese frasco debe ser peor que una cárcel. Imagínense una cárcel de vidrio irrompible, en la que el preso pudiera ver constantemente lo que pasa allá afuera, con envidia e impotencia, sabiendo que no puede salir. Creo que esa sería la peor tortura, refregarte frente a los ojos lo que te estás perdiendo.  

El día en que llevamos el frasco al colegio, cada uno, con su guardapolvo blanco impoluto, se sentía un científico en su laboratorio, a punto de exhibir frente a todos el descubrimiento que lo llevaría a ganar la estatuilla del Nobel. Cuando vi lo que habían llevado los demás me desanimé: tarántulas, escarabajos y saltamontes eran bichos imponentes, con mucha presencia al lado de mis tontas y pequeñas hormigas. “La mía es la más grande”, dijo Mateo, que había traído una tarántula de patas peludas y ojos brillantes como mostacillas negras. “Pero mi escarabajo tiene ese gancho que, si te agarra, te destroza”, dijo El Colo.  “Bueno, pero mi saltamontes… si lo ataca tu escarabajo, puede pegar unos saltos así de altos”, dijo Ayelén, mientras señalaba el techo del laboratorio. Y mis hormigas, pensé, ¿qué pueden hacer? “Mis hormigas son tan chiquitas que, si cualquiera de sus bichos las quisieran lastimar, no las podrían ni ver”, arriesgué. Todos lanzaron una carcajada y yo me puse de color rojo, como la vaquita de San Antonio que había traído Juliana.  

“Shhhh. ¡Silencio! Chicos, ¿qué anda pasando?”, puso orden la seño Marcia, y Alejo le dijo que todos se reían de mí porque había traído hormigas, los bichos más comunes e indefensos. “Mmm, yo no estaría tan segura”, le dijo la señorita, bajando un poco la cabeza y mirándolo por encima de sus anteojos de marco grueso. “Las hormigas colonizaron casi todo el planeta Tierra: hay muy pocos lugares en los que no se han encontrado hormigas. Uno de ellos es… –y se acercó al globo terráqueo que estaba sobre su escritorio, apuntando con un dedo lleno de tiza- …la Antártida. Pero, si vamos al caso, en la Antártida tampoco viven seres humanos, ¿no? Sólo algunos científicos”.

Luz levantó la mano para hablar: “¿Pero qué tienen de bueno las hormigas?”. Marcia sonrió y le respondió con otra pregunta: “¿Sabían que las hormigas se parecen mucho a los seres humanos? Viven en sociedades donde cada una tiene un trabajo específico y… -se quedó pensativa por unos segundos- su organización social es un matriarcado, que significa que la que tiene el mando es la madre, la hormiga reina, que es la única hembra que puede tener hijos”, finalizó la seño Marcia.
Los chicos que se habían reído de mí se quedaron callados –incluso algunos me pidieron que les prestara mi frasco en el recreo- y yo me puse muy contenta de haber llevado mis hormigas. Yo quería, como ellas, vivir en un matriarcado: un lugar en el que, en vez de los papás, las mamás fueran las que tuvieran el control.


LXXXIV: La Iglesia

Pasaron dos años, estaba en cuarto grado y el recuerdo más vívido que tengo es el de Patricia, la monja que me denunció frente a la directora. Nos había encontrado a una amiga y a mí dibujando mujeres desnudas que orinaban paradas en unos recipientes. La monja se horrorizó, nos sacó las hojas de papel y nos mandó a la Dirección. En mi cuaderno de comunicaciones escribió: “Estimada mami: Su hija fue encontrada dibujando obscenidades en el recreo. Por favor, controle el comportamiento de su hija. Si esto se repite en otra oportunidad, tendremos que evaluar su expulsión”.


Yo no entendía nada. ¿Qué había de malo en el cuerpo de una mujer? ¿Esa señora nunca se había mirado en el espejo antes de meterse en la ducha?   Años más tarde lo entendí: lo que realmente le molestaba a Patricia no era la desnudez de esas mujeres, sino el hecho de que orinaban paradas, como hombres. Lo que, por supuesto, iba en contra de las leyes de la naturaleza. De la suya.

XVIII: La sangre

Era invierno y la casa estaba en calma. Tenía 14 años y la noche anterior me había venido por primera vez. Mi mamá me trajo un paquete de toallitas y me dijo: “Ya sos toda una señorita”. Pensé que ser señorita no podía significar nada más que te chorree sangre de la entrepierna. ¡Ja! Toda una contradicción: tu sexo apesta y chorrea sangre y sos toda una señorita.

Había querido que llegara ese día desde que sabía que existía la menstruación. Si el primer paso biológico de la conversión de una nena en una mujer era ese, quería que llegara ya. Si el primer paso de mi “emancipación” sería ese, debía llegar lo antes posible. Siempre me sentí distinta de las chicas de mi edad. Ellas se sentían cómodas en el papel de adolescentes, babeándose por los actores de la novela de las seis de la tarde, leyendo la Para Teens para saber qué se usaría la próxima temporada y saliendo a bailar a la matiné para competir por quién besaba a más desconocidos. Yo, en cambio, no miraba ninguna de las novelas de la tele, creía que la ropa era sólo un trapo que te tapaba el cuerpo, y sentía que besar a un desconocido era una de las cosas más asquerosas que podía existir en el planeta, después, quizás, de limpiar baños públicos o maquillar gente muerta.

Era invierno, la casa estaba en calma, hasta que llegó papá. Mi mamá, mis hermanos y yo esperábamos hambrientos alrededor de la mesa. Mi papá entró gritando, quejándose sobre el tráfico de esta ciudad y preguntando qué había para comer. A todos se nos fue el hambre de repente. Mi mamá, sumisa, le dijo en voz baja que no había tenido mucho tiempo, y que había preparado un salpicón de pollo. Él golpeó la mesa y le dijo: “¿A vos te parece que viniendo de laburar todo el día y con este frío, me esperes con esta comida de mierda? Estás acá en casa, al pedo todo el día, diciendo que ser ama de casa es un “trabajo”… ¡y lo único que tenés que hacer, lo hacés para la mierda! ¿Qué sabés vos de laburar? A ver, vos –se refería a mí-, pásame un poco de pan que estoy cagado de hambre”. Resopló y comió en silencio, chasqueando la lengua de vez en cuando y barriendo las migas que estaban sobre su labio inferior  con su sucio bigote con forma de escobillón.

Cuando pasaban este tipo de cosas, nadie se atrevía ni a pedir la sal. La cena transcurría en un profundo e insoportable silencio. Era, para nosotros, una película dramática muda, pero aggiornada: en color y alta definición.

I: El agua

A los 21 años, la conocí. Perdón, las conocí: a Dana y a la Alegría. Vinieron juntitas de la mano, en el mismo paquete, sonriendo y bajando de un micro. Cuando me saludó, esa era la primera vez que la veía en persona, que la podía oler, que la podía tocar, que la podía sentir. Amores a la distancia en la era MSN Messenger: los sentidos se anulaban y la imaginación llenaba esos cinco huequitos vacíos.

La plata del pasaje no la había hecho ninguna de las dos con el sudor de su frente. Fueron, más bien, unas gotas de azar, o unas gotas de destino. Elegir una de las dos opciones depende de cómo veas la vida: si sos una persona escéptica, vas a elegir la primera. Si sos fantasiosa, la segunda. No importa realmente si fue la suerte o ya estaba escrito, la cuestión es que ella me pidió: “Elegí un número. Si sale en la Quiniela, este fin de semana viajo para conocerte en persona”. Nunca en mi vida había ganado nada de nada gracias a un juego de azar, así que le dije, escéptica, que elegía el 01 y el sorteo matutino. El 01 significa el agua y, curiosamente, 400 kilómetros de ruta bordeada por agua salada nos separaban.

Eran las 14:30 del día siguiente y Dana estaba frente al televisor junto a su timbera abuela, esperando los resultados. “Abuela, le jugué al 01, ¿saldrá?”. Ella le respondió que no, que le tendría que haber jugado al 09 porque ese día se cumplía aniversario de muerte de un tío de ella, que había nacido el 9 de septiembre. Los números empezaron a salir sorteados, hasta que, de repente, la voz de la locutora anunció: “Cuatro mil ochocientos uno, ubicación… uno”. Ella saltó de la silla, gritando, y su abuela la abrazó y le dijo: “¡Te dije que saldría el 01!”.    

Con esa guita, se compró un pasaje a Buenos Aires y nos conocimos en persona. Ella me dijo que creía en el destino, que todo había sido una señal. Yo le dije que no existía el destino, pero sí el tino: la habilidad y destreza para dar en el blanco.

Fuimos a un hotel barato a pasar la noche y le toqué, con mi guitarra, el tema que había compuesto para ella.





Me miró, me pidió que me acostara en la cama y, cuando nos encontramos cara a cara, hicimos lo que ya tantas veces habíamos vivido con la imaginación. Dana y Alegría estaban conmigo haciendo una orgía en la cama, era sábado a la noche y afuera se escuchaba la lluvia de abril golpear la ventana.

Al día siguiente, ella se tomó el tren para volver a su ciudad, Mar del Plata, sin antes decirme: “Me vengo a vivir”. Sentí un hormigueo en el estómago y, de repente, oí que el cristal de la cárcel se quebraba en ese instante. Ese día comenzaríamos a construir nuestro propio hormiguero. 

lunes, 4 de julio de 2011

Arterias porteñas (2009)

El encuentro de todos los viernes por la mañana había llegado. El lugar de citación era siempre el mismo, ya por costumbre, ya porque debía ser allí.
   El horario de salida de mi casa también era minuciosamente respetado: a las 9:12 a.m. empezaba mi aventura cotidiana con la búsqueda de las llaves, las cuales me rehusaba a colgar en los ganchitos del souvenir de madera traído por mis tíos de Pinamar, ya por capricho, ya por el seductor desafío que implicaba encontrarlas todos los días en un sitio distinto. Y, si salía airosa  de aquella travesía que agrupaba como puntos sensiblemente posibles de hallazgo a  almohadones de sofá, escritorios, bolsillos de camperas y carteras usadas los otros días de la semana, a las 9:16 estaba atravesando el portón de rejas pintadas con antióxido (les faltaba la mano de pintura; siempre lo terminaba postergando, ya porque prefería gastar ese tiempo haciendo otra cosa, ya porque quizás creía o intentaba creer que les quedaba bien ese bordó opaco, que hacía juego con las macetas color terracota).
   Eran las 9:28. Me apresuré por las escaleras que, hacia bajo, conducían al lugar del encuentro y miré de reojo al hombre que, acompañado por su estuche de guitarra que simulaba receptáculo de monedas, pedía dinero a la gente que pasaba e intentaba, resignado, articular fragmentos de melodías con las últimas fuerzas que el pan del día anterior le proporcionaba.
   Necesitaba, para llegar al sitio en que nos veríamos, descender por más escalones y esperar un buen rato.
   Aromas muy disímiles entre sí se entremezclaban amortiguando mi espera: entre papel de diarios y revistas, salchichas recién hervidas y el cuero de las carteras de las mujeres  o el de los maletines de los hombres de traje que pasaban, yo volvía a fabricar en mi mente esa fragancia total que, inevitablemente, me hacía evocarlo a él, a todos esos viernes por la mañana, a cada uno de nuestros encuentros.
   El momento se acercaba. Ingresé en aquel preciso instante y, finalmente, luego de tres minutos de andar sin las piernas, llegué al punto de encuentro.
   Lo ví llegar, recién bañado, de traje, perfumado. Me miró y sonrió. Me invitó, con un gesto del rostro, a que nos sentáramos en uno de esos banquitos de madera.
   El ambiente era perfecto: luz tenue lograda con unos pequeños faroles atornillados al techo, un leve viento se colaba por las ventanas y el amueblado era por completo de madera de roble. Algunos espejos empañados decoraban las paredes y un extraño aroma que se asemejaba al incienso impregnaba el ambiente. 
   Sentía su cuerpo muy cercano al mío; un clima de intimidad profunda pero no intimidatorio se apoderó de los dos. Sólo bastaba con mirarnos de vez en cuando; no hicieron falta las palabras que, como armas de doble filo, podían rasgar aquel momento perfecto si no se las utilizaba correctamente.
  Comenzaron los movimientos, cada vez más bruscos. Las sacudidas, los balanceos. El aire, poco a poco, se entibiaba y pude observar que una gota de sudor le caía por la cien. Y, al cabo de unos minutos, sentí caer por la mía también algunas.
   Él debió partir. Nos despedimos con una mirada cómplice. Fuimos, durante esos fugaces minutos, la sangre que corre por las arterias de la ciudad. Observé su espalda alejarse por el andén de la estación Perú.   
         

viernes, 13 de agosto de 2010

Anillo cubista


No hay caso. Por más que intente recrear, al modelar con mis propias manos, la intención de los movimientos que esa Lola Mora dejó en mi cuerpo, nada es lo mismo. No soy buena para las copias apócrifas y, como todos -salvo los falsificadores-, prefiero los originales.
Recuerdo aquel anillo cubista en su dedo meñique y eso me retrotrae a las horas en que me quedé, absorta, contemplando ese cuadro. Meditando y observando. Ella fue, por unos instantes, mi Señorita de Avignon. Pude ver, al mismo tiempo, todos sus ángulos desnudos, sus convexidades y concavidades externas e internas.
Pero el tiempo corrió y ya nada queda de ese Picasso. Y mi recuerdo devino un Mondrian. Plano y con exactos colores primarios, blancos y negros. Todo se ha vuelto pura abstracción. Líneas rectas que representan lo que se debe seguir, lo que se debe hacer. Lo que se debe aceptar, sobre todo.
Y mi cerebro se ha vuelto un Escher. Blanco y negro, simetrías sin sentido, torres imponentes que de lo único que hablan es de silencios. Y escaleras que descienden y ascienden a la vez, sin objetivo alguno.

martes, 10 de agosto de 2010

Construcción del hecho


Lo que para mi diario fue una nota de tapa,
para el suyo fue una nota al pie.
Mientras el mío quería hablar de cómos y porqués,
el suyo se limitó al cuándo, dónde y qué.

El mío quiso profundizar un caso complejo,
y el suyo lo cubrió como un suceso de coyuntura.
El mío se trasladó al lugar de los hechos,
el suyo refritó notas cambiándoles la estructura.

Las letras del mío fueron impresas con tinta indeleble
y las del suyo dejaron rastros negruzcos en mis dedos.
Voy al archivo y me amargo con nuestra realidad construida
y tomo la determinación de empezar de nuevo.

Basta de empaparme de realidad,
mejor me dedico a escribir el horóscopo.

viernes, 6 de agosto de 2010

Conservación


Cuando las brillantes y escasas perlas
brotan por esta rendija -a cuyo nombre dieron origen-,
no traen más que miseria para todos mis resquicios
y riqueza tan sólo a unos pocos de este,
mi mundo autónomo.

Y la voz de la conciencia
-¿colectiva, individual?-
retumba en los oídos que padecen
la abundancia, pero por no poseerla.

"Dejen de congelar instantes, de frizar,
para el consumo futuro,
momentos que ya están putrefactos".
Y añade: "Pero sí, vuélvanse frívolos,
hasta quemar a la inversa".

La voz prosigue: "A mayor graduación
con símbolo negativo, a la izquierda de ese agujero
-que anula toda tendencia y profundiza toda tibieza-,
mejor".

"Dejen de congelar estímulos
que alguna vez emanaron vapor y quemaron sus lenguas.
Pero vuélvanse fríos.
Fríos hasta olvidar qué significa la palabra calor".

"Dejen de restaurar sensaciones
milenarias
que ya se resquebrajaron
en mil pedazos
por todas las partículas de sus cuerpos".

"Y una última sugerencia -susurra-.
Dejen de desenterrar, de sus fosas remotas,
cuerpos que el pasado ya dejó inertes.
Y dejen de tirar flores sobre esos cadáveres,
que también a ellas les llegará pronto la hora de serlo".

lunes, 2 de agosto de 2010

Pecera II

Y pensar que pensaba que el salto era imposible de pegar. Y pensar que pensaba que los vidrios de esa pecera eran blindados, que nunca me atrevería a franquearlos. Y sin embargo, cuán adaptable fui a ese nuevo hábitat. A esas aguas tan remotas, cálidas y dulces. Y me encontré ahí, con ese ser homónimo. Me invitó al sitio desde el cual me miraba todas las noches a través de su pecera. El sitio que yo miraba todas las noches desde la mía.
Y fue por esos días que olvidamos nuestros orígenes, nuestras escamas se confundieron y mis tráqueas respiraron del mismo oxígeno que las suyas. Y fue por esos días que vivimos como si nuestro hábitat natural fuera ese lecho tibio de piedras blancas.
Ahora que regresé a mi habitual pecera, hallé esas aguas turbias, diferentes. Algo me perturba, quizás el hecho de volver a desear esas aguas, a añorar, a mirar a lo lejos a través del cristal nuevamente. Nuevamente blindado. Nuevamente infranqueable. Quizás este encierro -sofocante, a presión, profundo- sea efímero. Quizás no. Por ahora, vuelvo a encontrarme en mis aguas saladas y congeladas. Vuelvo a recostarme sola en mi lecho de piedras húmedas e inertes.
Qué suerte que, inmersa en el agua, no se vean las lágrimas.

jueves, 29 de julio de 2010

Péndulo

Atentar día a día contra mis supuestos ad hoc me hace visualizar lo poco ciegas que pueden llegar a ser mis realistas conjeturas y lo arriesgadas que pueden llegar a ser mis acciones, que las ignoran. Porque odio aferrarme a la realidad, amo desprenderme e ir flotando entre los dos mundos, justo en el medio, entre la rígida madera y el volátil éter. Me gusta hacer de cada día un fragmento que parezca extraído de la vida de otras personas. Me gusta que no haya cohesión interna entre mis distintas semanas, incluso entre los días de esas semanas, incluso entre las horas de esos días. Cada año es un mundo aparte. Yo me reciclo pero debo someterme a mi material de base, memoria RAM que existe, desgraciadamente. O no. Soy papel que se vuelve acartonado, pero sigue siendo papel, que luego vuelve a ser blando, sumergido en agua y lavandina para borrar rígidas tintas. Pero nuevas rigideces se impondrán. No se pueden borrar los diseños de mis columnas corintias, tallados con cinceles civilizados. Quiero ser barbarie y vuelvo con la cabeza gacha a la civilización. Este es el ir y venir de mis días. El ir y venir de un péndulo que nunca llega a detenerse, que va de un extremo a otro, pero nunca consigue la estabilidad.

jueves, 15 de julio de 2010

Pecera



Mira fijo la pecera electrónica que comunica a ese mundo virtual, lejano. ¿Debería atravesar el vidrio o mantener la monótona rutina de la vida acuática dentro de la pecera? Sabía de los peligros del mundo que allí afuera le esperaban, de las redes, de los mediomundos que podían apresarla al nadar, libre, en el mar abierto de la realidad. Lo sabía, sí. Pero era obstinada. Era impulsiva. Era aventurera, sobre todo.
Ya se había cansado de esas aguas saladas, costeras, con las que llenaban su diminuto hábitat. Quería conocer esos ríos no virtuales de aguas dulces, tan remotas.
Sólo bastaba dejar de observar la pecera. Sólo había que dar el primer salto hacia afuera e inspirar un poco de oxígeno.

sábado, 3 de julio de 2010

Danza

Tu lengua cosquillea mis entrañas. Piel, músculos, tejidos, órganos, venas y sangre celebran en mi cuerpo una danza folclórica pero a la vez foránea, intercultural, compartida. Labios, lengua, dientes y manos son los artífices de la original danza, conocida sólo dentro de los límites de nuestras propias fronteras.
Cuando un hecho natural, instintivo y salvaje hace un pasaje al mundo de la cultura, puede transformarse en una convención, como lo fue la prohibición del incesto, según el ahora difunto aunque eterno Lévi-Strauss. Pero en nuestros territorios se realiza el movimiento inverso: lo cultural regresa al campo de lo natural.
Las fronteras, aunque traspasadas, se mantienen custodiadas. Toco tu cuello, piso territorio ajeno. Vacilo. Puedo avanzar. Arrastro lentamente algunos pasos. Mientras, vos debés estar pensando en las mismas estrategias. ¿Se puede recurrir a alguna táctica que no sea convencional? Quizás no. El secreto es la manera, no el objeto. El secreto es el sujeto y sus maneras. Y así lo cultural deviene natural, hasta genético, propio de cada ser.
Y así, nuestros muros berlineses se derriban. Y así, después de la devastación de nuestras tierras se pueden construir megápolis. Y así, nuestras culturas se mezclan para elaborar danzas que unen nuestras fronteras corporales, danzas folclóricas pero foráneas a la vez. Y así nos enriquecemos mutuamente.

domingo, 27 de junio de 2010

Autoestimulación

Recupero mil placeres con mi hemisferio izquierdo. Luego, del otro lado, nada consigue sorprenderme. Todo es puro suspenso, porque puedo anticipar lo que vendrá, pero no de qué manera lo hará ni qué vendrá luego. Tan abstraída de todo y, a la vez, tan encarnada mentalmente, las vivencias auténticas nunca logran sorprenderme. Todo está bien adentro,
recuperado de un afuera. Luego, cuando hay afuera, nada revoluciona mis adentros. Mi placer es mi mente. Mi mente es mis ojos. Mis ojos son pura fachada. Pero las fachadas sólo me fascinan si las reconstruyo con la mente. Podría no depender de nada ni de nadie y elaborar, con negativos cerebrales y técnicas aprendidas empíricamente, todo un proyecto de film autobiográfico. Con guiones de conversaciones ya tenidas y actores -conocidos por mí, o no- podría (re)elaborar sensaciones para deleitarme, sola. Podría extraer escenas de relaciones obsoletas y el tacto de alguien aplastado por el tiempo para armar largometrajes dramáticos, pornográficos. Podría dejar de vivir y volverme mera espectadora. Podría dejar de actuar y sólo elaborar, sólo ser directora. Podría fascinarme con comunidades excéntricas, lujuriosas, sedientas, y seguir siendo un solitario y egocéntrico coleccionista que adora su cuidada filmoteca. Pero espero mucho más.

miércoles, 23 de junio de 2010

Toquemos

Me desvivo por los dos. Tanto por ella como por él. El olor corporal que desprenden, la temperatura de sus cálidos cuerpos. Me encanta llegar a la habitación y que se presten al juego de a tres. No me dicen nada. Ellos continúan interactuando entre sí y, de vez en cuando, en ese ambiente envolvente, me inmiscuyo entre sus caricias, me apoyo sobre sus cuerpos sudados.
Ellos se dicen palabras incomprensibles al oído, gimen, se lamen todas las partes. A mí me excita, sobre todo, besar sus muslos. Carnosos, tibios, en movimiento. Me detengo a pensar en esa sangre que hierve por dentro, que bombea hacia sus sexos, que comparten conmigo.
El verano y la humedad es mi clima predilecto para desempeñarme en este tipo de encuentros. En el invierno prefiero no salir, sufro mucho el frío. Y, además, ellos se tapan con muchas frazadas y todo es más acartonado, mucho menos libre.
Ella, sin vellos en las piernas, me gusta un poco más que él. Me gusta posarme sobre su piel lisa, recorrerla, dejar mi marca sobre ella. Y ella se deja.
Él es más difícil, se concentra mucho en ella, en satisfacerla. Se mueve en demasía. Me cuesta más con él. Pero los desafíos tienen lo suyo.
La habitación es amplia. A veces, me gusta tan sólo observar. Apoyarme sobre alguna pared y mirar. Planear nuevas estrategias para llegar hacia ellos de manera original. Y a ellos les encanta ser observados, son bastante exhibicionistas.
Pero odio cuando se cansan de mi presencia, se echan encima ese perfume horrendo, fuertísimo, y él se levanta a buscar un espiral.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Condonados machos




La mujer tiene la forma de un profiláctico. Algunos lo piensan. No todos lo dicen.

El manual de instrucciones que ellos siguen es básico. No todos siguen los pasos al pie de la letra. Pero, de alguna manera, siempre son contemplados.

El siguiente es un resumen simplificado de las reglas de oro.

1) Preparar el terreno. Todo acercamiento debe ser sumamente cuidadoso: otorgarle confianza a la dama para que se sienta segura. La PROTECCIÓN es la premisa fundamental.

2) Una vez que se ha comprobado que se puede seguir adelante, ABRIR el envoltorio. Paralelamente, ABRIR las piernas de la dama.

3) El ámbito de confianza hace propicio el encuentro. El miembro masculino, protegido. La mujer, también.

4) Ha llegado la hora de la acción. A disfrutar que todo puede ser fugaz. Demasiado fugaz.

5) Lo potencialmente fugaz ha sido, en efecto, demasiado fugaz.

6) Retire toda protección, todo aquello que pudo haberle otorgado a la dama sensación de seguridad.

7) Haga de cuenta que la involucrada es de látex. Flexible e insensible.

8)Deseche TODO aquello que no se pueda volver a utilizar. La mujer incluida.

miércoles, 21 de abril de 2010

Espacios vacíos


Penetró, bien profundo.
Puñal firme, a la deriva.
¿Duele? ¿Molesta?
Quizás un poco.
¿Le gustó, aunque sea?
...
¿Sintió algo?
Abandono.

jueves, 4 de marzo de 2010

Contra/dicción


Cortó el frágil cordón
que el ficticio equilibrio sostenía.
Se deshizo de las imágenes
velando las viejas diapositivas.
Con tijeras cerebrales
editó los excesos de historia vivida.
Y sólo quedó el mínimo indicio
en la escena de esa vida.
Siempre esperando más depositó,
en un tablero con agujeros, sus fichas.
Elaboró tejidos mentales
que decodificados nunca serían.
Inhaló el humo polucionado
y escupió pedazos de memorias limpias.
Enhebró agujas con lana
para cocer finas puntillas.
Esperó de pie y se sentó
cuando correr debía.
Su sangre brotó y arterias
con agua salada y fría
cerraron las inundadas
e internas heridas,
y dulces surcos fluviales
se abrieron paso por las mejillas.
Sacudió mundos enteros
y a un nuevo mundo dio la bienvenida.