lunes, 4 de julio de 2011

Arterias porteñas (2009)

El encuentro de todos los viernes por la mañana había llegado. El lugar de citación era siempre el mismo, ya por costumbre, ya porque debía ser allí.
   El horario de salida de mi casa también era minuciosamente respetado: a las 9:12 a.m. empezaba mi aventura cotidiana con la búsqueda de las llaves, las cuales me rehusaba a colgar en los ganchitos del souvenir de madera traído por mis tíos de Pinamar, ya por capricho, ya por el seductor desafío que implicaba encontrarlas todos los días en un sitio distinto. Y, si salía airosa  de aquella travesía que agrupaba como puntos sensiblemente posibles de hallazgo a  almohadones de sofá, escritorios, bolsillos de camperas y carteras usadas los otros días de la semana, a las 9:16 estaba atravesando el portón de rejas pintadas con antióxido (les faltaba la mano de pintura; siempre lo terminaba postergando, ya porque prefería gastar ese tiempo haciendo otra cosa, ya porque quizás creía o intentaba creer que les quedaba bien ese bordó opaco, que hacía juego con las macetas color terracota).
   Eran las 9:28. Me apresuré por las escaleras que, hacia bajo, conducían al lugar del encuentro y miré de reojo al hombre que, acompañado por su estuche de guitarra que simulaba receptáculo de monedas, pedía dinero a la gente que pasaba e intentaba, resignado, articular fragmentos de melodías con las últimas fuerzas que el pan del día anterior le proporcionaba.
   Necesitaba, para llegar al sitio en que nos veríamos, descender por más escalones y esperar un buen rato.
   Aromas muy disímiles entre sí se entremezclaban amortiguando mi espera: entre papel de diarios y revistas, salchichas recién hervidas y el cuero de las carteras de las mujeres  o el de los maletines de los hombres de traje que pasaban, yo volvía a fabricar en mi mente esa fragancia total que, inevitablemente, me hacía evocarlo a él, a todos esos viernes por la mañana, a cada uno de nuestros encuentros.
   El momento se acercaba. Ingresé en aquel preciso instante y, finalmente, luego de tres minutos de andar sin las piernas, llegué al punto de encuentro.
   Lo ví llegar, recién bañado, de traje, perfumado. Me miró y sonrió. Me invitó, con un gesto del rostro, a que nos sentáramos en uno de esos banquitos de madera.
   El ambiente era perfecto: luz tenue lograda con unos pequeños faroles atornillados al techo, un leve viento se colaba por las ventanas y el amueblado era por completo de madera de roble. Algunos espejos empañados decoraban las paredes y un extraño aroma que se asemejaba al incienso impregnaba el ambiente. 
   Sentía su cuerpo muy cercano al mío; un clima de intimidad profunda pero no intimidatorio se apoderó de los dos. Sólo bastaba con mirarnos de vez en cuando; no hicieron falta las palabras que, como armas de doble filo, podían rasgar aquel momento perfecto si no se las utilizaba correctamente.
  Comenzaron los movimientos, cada vez más bruscos. Las sacudidas, los balanceos. El aire, poco a poco, se entibiaba y pude observar que una gota de sudor le caía por la cien. Y, al cabo de unos minutos, sentí caer por la mía también algunas.
   Él debió partir. Nos despedimos con una mirada cómplice. Fuimos, durante esos fugaces minutos, la sangre que corre por las arterias de la ciudad. Observé su espalda alejarse por el andén de la estación Perú.