domingo, 29 de noviembre de 2009

Fragmento de la mujer excéntrica


Él la quería olvidar, hasta que casi lo logró. Sin embargo, ella tenía un maloliente efecto residual en su memoria que hubiera querido desechar en algún basural remoto de su cerebro. Pero la podredumbre estaba impregnada por dentro. Era imposible de erradicar.

-¿Tenés ganas de algo nuevo?-le repetía cada vez que se veían en esos encuentros esporádicos que funcionaban como los ostentosos banquetes en las fiestas: la comida es exquisita pero, cuando los invitados se van, tarde o temprano las sobras se pudren.

- ¿Qué tenés en mente hoy?-él le decía ansioso por probar los exóticos manjares. -A mí se me ocurrió el otro día que podíamos...

-Shhh. Dejame a mí-.

Era incapaz de dejarlo crear. Ella era tan efusiva, tan exuberante, tan ansiosa por experimentar, escapar de las convenciones, que despreciaba todo lo que los demás pudieran aportar. Y él, resignado, disponía su cuerpo, cerraba sus labios y la dejaba proceder. Ella sonreía levemente, luego dejaba escapar una risa perversa, gutural y lo miraba de cerca, muy de cerca: hasta que las narices se rozaran y ella pudiera respirar el aire que él exhalaba y viceversa. A ella le gustaba denominar eso "retroalimentación pre-carnal".

La excéntrica se dirigía al armario y él, como siempre, observaba el dorso de su cuerpo balancearse seductoramente. Ella lo sabía, pero fingía no hacerlo. Él sabía que ella sabía, como tantas otras cosas que él sabía pero prefería fingir que no. Todo se trataba de hacer durar esos fragmentos que parecían extraídos de la vida de otro, que no se condecían con la propia. Y eso era lo excitante.

Ese día ella regresó a la cama con un paquete de chocolate suizo. Y le dijo:

-En ningún otro lado vas a probar algo así.

¿Hablaba del chocolate o de lo que vendría con él?, él se preguntó.

-Vamos a experimentar lo que a mí me gusta llamar "retroalimentación de fluidos".
Se desvistió sola -sí, sola- y le ordenó que él también lo hiciera. Se le abalanzó encima y le dijo, imperativa, al oído:

-Lo voy a colocar entre nuestras bocas. A medida que pase el tiempo vos tenés que resistir: no podés morderlo, el chocolate se va a ir deshaciendo con el calor de nuestras lenguas. Si te apresurás no serán fluidos lo que compartamos. Si te apurás no tiene sentido, no se disfruta. Lo mismo con el sexo.´
Él la miró sorprendido, completamente fascinado por su sabiduría, por su excentricidad. La adoraba porque, paradójicamente, no era suya, porque no era de nadie. Ella sólo pertenecía a esas fotografías instantáneas que, de vez en cuando, capturaba su retina y después lo atormentaban porque él sabía que lo mismo hacían las retinas de tantos otros: no eran únicas, sino meros duplicados. Lo que para él eran momentos excepcionales, para ella eran ensayos de laboratorio. Y él era uno de los tantos cobayos.
Cualquier otra mujer en ese instante hubiera abierto el convencional paquete de profilácticos. Ella abría el del irresistible chocolate suizo.

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